Era un día de esos, gris y de poco sol radiante. Un día en que las memorias feas al viento revoloteaban y se limpiaban las manos de culpas ajenas.
Ya cansado de tanto andar, decidí llegar a la próxima estación de tren o de metro, esperando que sea oscura y fatal.
Sentado en el metro, un hombre de larga apariencia, con también largo abrigo sube en lenta postura mirando al frente. Al sentir el cerrar estrepitoso de las puertas del tren y ese primer empuje al avanzar, de su abrigo un sable se levanta y mirándome a los ojos, en un rápido movimiento de cámara lenta, al silbido de la hoja corta mi garganta. Le busqué la mirada, mas él sigue su camino dejando su huella. Los pasajeros se empujan hacia los extremos aterrados. En la siguiente estación se abren las puertas; unos salen despavoridos, el hombre camina sin mirar atrás, alguien con su celular llama a emergencias, otros me filman y los demás me observan con recelo la corriente de sangre en mi pecho; y yo, con ese cansancio que da el mucho vivir, me inunda el sentimiento de final, algo así como de paz con resignación…
…ya todos mis errores han llegado a su fin, no hay más faltas, ya no hay lugar para nuevas culpas, no más recuerdos que colectar, el presente se diluye en la niebla del pasado.
…todos aquellos que conmigo se alegraron y aquellos que no, tendrán qué hablar, mas no de mí, sino del lugar donde no estuve, del tiempo que no fue, y de las cosas que no viví. El olvido será el sello que estampará esta historia.
Una mujer desconocida toma de mi mano en señal de solidaria compañía y en medio de una sonrisa me alejo, allí, quieto en el asiento de un tren.
HOLA!