No sabía por qué lo llamaron Gregorio, no conoció madre ni padre. Veía con agrado pasar a los pescadores que venían de sus campos y del caserío, gente que no conocía la lluvia ni la comodidad. El agua para el campo vendría de lejos, de las montañas, y con el dinero se obtiene cosas que sirven, pero más, las que no sirven; sin embargo, con la yuca, la carambola, la fresa y el frijol la vida tiene sustento.
Como todas las mañanas, encontraba una canasta con frijol cocido con mucha cebolla, yuca hervida y en una botella el agua de carambola. Desde niño conoció el mar y esta canasta; los pescadores y el viento recio en el invierno; el sol agresivo y la multitud ignorante en el verano.
Entretanto, en el camino escabroso hacia el mar, Eduardo manejaba taciturno mientras las imágenes de la pelea con Raquel, su voz y sus palabras, retumbaban en su cabeza como los baches de la precaria trocha. Al llegar al final del sendero, frente al mar, la inmensa nube de polvo lo alcanzó y envolvió el coche por un instante.
Lucía ya lo venía observando desde que era un pequeño punto rojo con cola de nube. Al verlo bajar del coche se escondió avergonzada y temerosa, pero continuó acechando y admirando sus finos lentes oscuros, su camisa nueva, lo limpio de su rostro y sus manos.
Qué hombre tan raro, tan ajeno a lo nuestro, cómo se llamará, de dónde vendrá, qué historias traerá. Ese coche, cómo será por dentro, me veo dentro, lo observo. Qué hace Gregorio acercándose, desafiante su curiosidad. Al parecer, le pregunta, conversan, estirando el brazo le muestra el horizonte, el mar está crecido y el viento arrecia; sin embargo, no parece importarles, caminan entre el pasto seco de temporada y se adentran cada vez más en la arena, se hunden más; aun así, de algo hablan que la intriga.
Regresando a casa le venían una y otra vez las imágenes de este hombre extraño, y lentamente retornaba a los quehaceres diarios: los animales, la alfalfa, el campo de calabazas y la cocina. El sol brillaba, pero no calentaba, el viento hacía difícil cargar los baldes de agua desde el pozo.
“¡Luci! ¡Luci!”, escuché cuando me disponía a cargar a casa los baldes llenos. Es Gregorio, que querrá, esta vez… ya le dije que no estoy de hembra para él. Venía corriendo con unos billetes en la mano y agitado. “Luci, mira lo que me dio por darle información, le dije que tú arrendabas cuarto”. Me vinieron muchas dudas, era un extraño, raro, blanco de ciudad. Qué le voy a ofrecer si no es la yuca, algo de frijoles y agua de carambola, ¡ah!, si tenemos suerte la Dorotea pone un huevo, desde hace un tiempo está clueca. “De qué hablas, quién quiere arrendar, cálmate, muchacho”, y seguí como que no me interesaba. Gregorio me contó con detalles lo que hablaron. Pensé en doña Berta que tenía pensión y le daba de comer por pago a los peones que vinieron a construir parte del camino al pueblo, ella sabría cómo atenderlo. Que cuando venga mi madre y se entere de que un hombre durmió aquí conmigo, hará reunir a los hombres del pueblo allá y delante de todos le obligarán a llevarme a la ciudad. Pero cuando ella venga, este hombre ya se habrá largado, así que no importa si se entera o no, no podrá deshacerse de mí. “Dile que venga, pos, que no demore, si oscurece, allí no má en su carro duerma, que no lo quiero aquí”.
El tiempo transcurrió y en Lucía la nerviosidad se hacía más notoria, el ruido de los animales era cada vez más parsimonioso como invocando a la oscuridad; sin embargo, Lucía movía histéricamente la olla, las dos sillas de la mesa, de una posición a otra, no se sentía conforme, estaba exhausta y abrumada. “Eres Lucía, un muchacho en la playa me dijo que podrías darme techo y comida”. Lucía, sin reaccionar: “Sí, solo eso, techo y comida”, siguió moviendo la olla, salía y entraba con leña y cosas en las manos. “No quiero molestarte, veo que estás sola, solo vine porque ese muchacho me dijo que dabas techo y comida, pero me voy si no es así”. “Ya te dije, solo techo y comida”. Después de un tiempo largo de silencio tan tenso como filudo: “Esto hay para comer, no es comida de ciudad, pero es lo que crece y vive por aquí”, una sopa de pollo con yuca y frijol. Eduardo se la tomó con mucha cautela, la claridad en la casa era poca, el día se estaba despidiendo. “Lucía, esto está muy bueno”. “Señor, ¿para qué vino a esta esquina del mundo?”. Otro silencio se suspendió entre ellos por un buen tiempo. “Allá puede dormir, ese mate es para usted, no hay más”. Eduardo se dirigió a la parte posterior detrás de la puerta, encontró un mate de paja doble tensado a un marco robusto rectangular elevado con cuatro patas cortas, encima una manta de colores oscuros y flecos, doblada en cuatro; se quitó el saco y lo puso de almohada y se recostó, mientras la luz débil del candelero se movía como flotando, sin distinguir quién lo llevaba.
Llevó su mirada al vacío oscuro del cuarto y pensó en Raquel, en la escuela secundaria, en las noches de geometría descriptiva en el verano entre el quinto y sexto semestre de la universidad cuando le prometió amor eterno, la noche en que la tomó como suya.
“Raquel, tú sabes que te amo, siempre te admiré, eres mi vida; te amo, Raquel”, mientras acariciaba sus entornos y subía las manos por debajo de su camisón. Él se sentía amado, acariciado, tomado. Sentía sus labios en su cuello, acariciaba sus hombros y repetía su nombre en susurro; ella bajaba y besaba su abdomen; él sentía su cuerpo temblar, y como en vuelo sus labios mordían los suyos, y él la tomaba con fuerza y se declaraban mutuamente el infinito, la inmensidad de lo eterno; él se aferraba a ella con la intensidad de la última vez, ella, a la vez, sentía entre sus piernas la fuerza de su erección que en ritmo le sacaba gemidos profundos una y otra vez, sus voces llenaban el espacio de pasión, sentía que de ella fluía el más delectable néctar. Entre mucho entrar y salir, a un compás por momentos frenético, llegó ese espasmo en todo el cuerpo que anunciaba el fin, y sintiendo el derrame como de un volcán en erupción, que repetía una y otra vez como queriendo dar todo de él, esa lava en convulsiones entraba en ella como un rio de vida entre gemidos. “No te imaginas cómo te amo”, suspiró mientras se dejaron caer sus cuerpos tibios y exhaustos al letargo de las caricias que llevan al sueño. Lucía se levantó como algo aturdida y perturbada entre el sudor y el descaro, pero se levantó suave y lentamente, su cuerpo lleno de flujos destellaba a la pobre luz de la vela lejana; su vientre le anunciaba el cambio en su vida. Ella lo miró mientras él seguía desvariando con mansa violencia y con la manta lo tapó.
El frío penetrante de la humedad lo despertó. Se sintió incómodo, se vistió y, al moverse, se percató de que su espalda, toda ella, era un solo dolor; acomodarse era una tarea difícil. Se cubrió y reparó que estaba sobre ese mate duro, se sentó, recapacitó estar en casa de Lucía; no recordaba las cosas, no veía nada, se volvió a echar e intentó volver a dormir, lo que en algún momento logró.
De lejos sentía los ruidos del campo y de a pocos se fue despertando.
No sé ni cómo se llama… es el blanco de la ciudad.
Qué noche más confusa y dolorosa… Raquel, te he soñado y has vuelto a ser mía.
Gregorio vio al hombre blanco muy temprano en la playa, sin zapatos y con el saco abotonado hasta arriba. “Gregorio, la vida se te va con la mujer que amas”. Él fruncía el ceño como tratando de entender señales difusas. “Gregorio, la vida se te va cuando pierdes lo que esperas”. No lograba entender la frase “perder algo que se espera”, qué pérdida sería esa. Y así lo vio adentrarse sin dudar, desafiando el retumbo de las olas contra su cuerpo, hundiéndose en el horizonte del mar. Con lo que Eduardo le dejó, este se atrevió llegar a la ciudad; usar zapatos de cuero y gomina en su peinado.
Lucía con los pollos por delante y aquella noche de pasión por detrás. Los muchos billetes encontrados debajo de la manta de colores oscuros y flecos, cambiaron en poco su vida. Su niño jugaba con los granos de maíz de la Dorotea, la alfalfa verdecía y la yuca crecía. El horizonte y el océano son siempre los mismos; no obstante, para Lucía la brisa y el dolor solo estaban de paso.
El coche rojo aún delante de la valla: desmantelado, corroído y oxidado, como recuerdo de aquel “hombre blanco de ciudad” que hace algunos años la visitó a ella y a la mar.
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HOLA!
Es un poema intenso.
Me encanta .