Él está sentado en su cómodo sillón, en la tranquilidad de un lugar abandonado de hijos y desolado por el tiempo. A sus hijos los tenía constantemente en su pensamiento. Es allí donde él conservaba el bullicio y esos pensamientos lo aferraban a la vida.
El tiempo lo sorprendió coleccionando piezas del rompecabezas de su pasado. Tenía la impresión de haber perdido algunas de ellas, cosa que lo angustiaba un poco o simplemente no las veía en el montón, cosa que lo esperanzaba. Mientras se balanceaba en la oscuridad, fruncía el ceño como señal de impotencia, de frustración, de querer sin conseguir. Después de tanto esfuerzo entre tantas piezas sin conexión, se quedó dormido.
—¡Ey! —gritó alguien al fondo—. ¡Ey! ¿Me escuchas? Eres imbécil, ya te dije que no lo hagas así, esto tiene que estar allí bien puesto, fíjate que esté bien ajustado, ¡fíjate! —al irse el amargado instructor, él se quedó pensando en el sentido de estar allí.
¿Por qué tengo que estar en este lugar?… ¿Es solo el dinero?… ¿Qué me motiva a estar aquí?… Nada y nada… —esa fue la conclusión que lo atormentaba. Lentamente se condensaba una nube negra sobre él.
Al parecer lo veían parado bajo la sombra de esa nube que incitaba a gritarlo, a maltratarlo. Su vida no era tan fácil y lo llevaba a cuestas. Se fue al lavabo, se mojó la cara, se miró en el espejo. “¡Carajo! ¡Qué vida!”,pensó…
Al terminar se alistó y aplicó una de sus grandes habilidades, caminar y no pensar. Dejar su mente en blanco parecía hacerlo feliz, aunque fuera solo por un momento. Mientras estaba en el bus, rumbo a casa, se dejó llevar por la inmensidad que produce el vacío, sin darse cuenta, relajándose, se apoyaba sobre esa señora que pronto notó su nube negra, y alzando la voz reprochó con exagerados gestos su intromisión. Tanto fue el alboroto que todos allí al ser incomodados lo echaron fuera. Esto lo amargó y así también esa nube se oscurecía aún más, así que decidió caminar a casa y, dándole vueltas a tanta amargura, volvió a susurrar: “¡Carajo! ¡Qué vida!”
Llegó a casa. Eran tantos en ese lugar que nadie percató su llegada. Se echó en la cama e intentaba poner su mente en blanco, pero ya era imposible.
Era así como transcurrían sus días, uno detrás del otro sin cambiar su horizonte, sin cambiar el informe del tiempo, que era el mismo: un día con nube negra. Y siempre se encontraba corriendo rumbo a la fábrica.
Un buen día, mientras limpiaba las cosas para ir a casa, escuchó una voz aguda.
—¿Al señor Drastil? ¿Sabes dónde lo puedo encontrar?
El señor Drastil era el encargado del personal. Era un tipo que siempre lo maltrató y nunca supo por qué. Pero ante tal situación se quedó absorto; eran quizás la voz, ella joven y su sonrisa, lo que le hicieron dudar sobre lo real del momento y hasta de su propia existencia. De pronto, el nerviosismo de ella salió a brote…
—Discúlpame, pero ¿me entiendes? Busco al señor Drastil, tengo una cita de trabajo y se me está pasando el tiempo —se alejaba pensando que él no le daría razón.
—Este… ¡Espera! Sí, sí, sé dónde lo puedes encontrar, tienes que apurarte que estás lejos, has entrado por atrás; camina por aquí y llegas hasta la pared blanca y luego verás unas escaleras, solo tienes que subir y allí está su oficina, la primera, es la primera… Sí, por allí, ¡corre!
Esto le decía mientras ella se movía en esa dirección, se alejaba y él seguía murmurando.
—Sigue, sí, sigue; vamos, corre hasta la pared blanca —ella ya había desaparecido de su vista…—. ¿Y cómo te llamas? ¿Te volveré a ver?… Claro, sí, sigue, la escalera, la primera puerta… ¿Vendrás de nuevo? —después de una pausa…— ¡Qué imbécil! ¡Por qué no la acompañé! ¡Pero qué imbécil soy! ¡Ah! —se lo repetía una y otra vez golpeándose la frente, se cogía la cabeza, murmurando como invocando la nube, que había desaparecido por un momento. Terminó de alistarse y no se atrevía a ir a la oficina del señor Drastil, que tenía por costumbre gritarlo. Le aterrorizó que pasara algo de eso delante de la muchacha, así que decidió irse y recargar un poco más la nube con un lamento al destino tan cruel.
Al día siguiente le invadió la esperanza de volverla a ver y comenzó a mirar al cielo. “Quizás buscaba un trabajo en la fábrica… Quizás le dieron el puesto… Quizás es una muchacha que…”, se quedó de nuevo en la inmensa y solitaria extensión de su vacío y sin pensar más se vistió diferente y se miró en el espejo; se fijó en sus zapatos, los limpió.
Ese fue uno de los días más largos de su vida. Trataba de no darle importancia al suceso con la muchacha, y teniendo en cuenta que siempre fue un “pájaro de mal agüero”, se esforzaba por vivir normal; sin embargo, su interés por la felicidad lo llevaba a buscar alguna excusa para ir al frente de las oficinas intentando verla, con esa actitud de hacer las cosas como “queriendo sin querer”, y no la vio. Pasaron los días y él, fingiendo el desinterés de siempre, seguía buscando febrilmente alguna figura que le diera esperanza. Los gritos siguieron, su nube comenzó a ennegrecerse nuevamente y la rutina comenzó a sentirse en casa. El día en que escuchó el susurro, “¡Carajo! ¡Qué vida!”, supo que lo habitual, lo de siempre, se había asentado de nuevo. Ya el espejo dejó de ser y el brillo de sus zapatos se marchó.
Echado debajo de un aparato de estructura con tuberías y mangueras, se limpió en el mameluco las manos de grasa para poder ajustar mejor, pero aun así se les resbalaban las manos. Ya comenzaba a oscurecer y la mayoría de los trabajadores ya habían dejado la fábrica. Su cara estaba roja de tanto esfuerzo; no respiraba, solo empujaba y empujaba; parecía que ya se le salía el alma y de pronto, ¡pfuaaaa!, ¡cedió! Lo abrió y quedó tirado en el suelo con el éxito de los inmortales, pero exhausto. Tratando de aspirar todo el aire creaba un torbellino imaginario mientras que sus hombros se movían sin cesar… “¡Hola!”, escuchó. Y ¿qué? La vio de cabeza. Él seguía en el suelo; se quiso parar rápido, quiso ponerse mejor, pero ya era demasiado tarde; ella estaba allí, él sin aire suficiente para hablar, sin brillo en los zapatos y sin el recuerdo del espejo. Se puso de pie resignado.
—¿Qué hace aquí?
—El mensajero ya se fue y tenía que traer unas actas para el jefe de sección y es para mañana temprano y tan temprano no venimos en la oficina.
—¿Qué? ¿Trabajas aquí?… ¿desde cuándo?
—Desde hace más de un mes…
—¡Qué imbécil!
—¿Qué dices?
—No, nada…
—Mi nombre es Mariana, ¿y el tuyo?
—Este… mi nombre es… este… soy Manu, me dicen Manu…. dime Manu…
Se comenzaron a mover y poco a poco fueron a la oficina de Santiago, el jefe de sección, un buen tipo. Manu estaba aún nervioso, ella hablaba y le contaba cómo llegó a esta fábrica después de terminar la escuela de comercio, le parecía increíble haber conseguido ese trabajo. Él tenía ganas de que no se fuera, pero ella se iba; él quería estar listo, pero no lo estaba; las marcas de grasa en su mameluco eran más visibles. Con un “ya vuelvo” salió corriendo, corrió y todo iba oscureciéndose, los pasillos se iban alargando interminablemente, solo quería llegar al lugar para cambiarse, todo se volvió muy oscuro…
Un ruido de afuera. Abrió los ojos intempestivamente; la sala, el sillón, la oscuridad y el ceño fruncido aún marcaban su rostro. Terminó de despertarse, mas ahora con la claridad de ver la esquina de tal rompecabezas, detalle que había estado buscando en su vida; la nube negra en su juventud y la mujer de su vida.
De pronto sonó el teléfono. La pesadez de los años se movió con agilidad.
—¿Aló? ¿Sí?
—Soy yo, papá, tus nietos quieren verte; ya les dije que te dejen descansar, así que les prometí que te llamaría para preguntarte cuándo podemos ir…
—Mi hija, tu mamá no está, Alonso la llevó a dar una vuelta, decía que le debía algo por el Día de la Madre y ella va a querer preparar su pastel de manzana para los chicos… Te dijera que vengan ya, pero vénganse mañana para el desayuno…
—Papá, mañana tengo que ir a hacer compras, tú sabes cómo son los sábados…
—Tráemelos a los chicos…
—¡Ok! ¡Ellos van a estar recontentos con la idea!
Al colgar el teléfono, se quedó pensando sobre el sueño, el rompecabezas, la parte de su pasado, y sobretodo su presente…
Qué hubiera pasado si él no hubiera estado en esa fábrica, no hubiera conocido a Mariana, no hubiera tenido a su compañera a la que tanto amaba. Aunque el espejo ahora muestra a un hombre con mucha historia con ese dolor de espalda y sacarles brillo a sus zapatos ya no es tan fácil. Y de ella, su silueta fresca y perfecta se ha marchado, las arrugas han marcado sus manos y su cabello ya no cae como cuando la conoció…
“Mariana, cómo hemos cambiado, cuánto hemos vivido, cuánto nos hemos amado, cuántas cosas hemos perdido, cuántas maravillas hemos ganado, cuántas derrotas, cuántas veces nos hemos levantado. ¡Oh! ¡Qué vida!”.
Este pensamiento lo dejó inmerso en el agradecimiento…
¿Dónde estás?
Mira hacia arriba, ¿ves alguna nube negra?
¿Qué esperas?… Un rayo de sol en la tormenta,
una sonrisa en la turbulencia,
un suspiro profundo en la incertidumbre,
un abrazo en el pánico,
una caricia en medio del dolor,
un susurro en la oscuridad.
Pero un día vendrá la esperanza y no la detengas…
Escribirás tus sueños en piedra; ni el mal tiempo
ni los malos deseos podrán borrarlos…
Ahora esperarás brillar al sol,
ahora esperarás que se vaya la niebla,
y levantarás tus manos en gratitud…
Vendrán esos días de sol que alumbre tu vida,
cuando las heridas parezcan desvanecerse,
ese día vendrá y sabrás que el cielo aún no te espera,
sí, vivirás ese día y no te vas a desvanecer
y es que no vas a morir…
sino que vivirás para verte florecer.
HOLA!